En el debate sobre la transición de los hidrocarburos a fuentes de energía limpias y renovables hay un factor que suele pasar inadvertido y es el papel que desempeñan una larga lista de materias primas que son insumos imprescindibles de la llamada “revolución verde”. Las turbinas eólicas, los paneles solares, los vehículos eléctricos y otros artefactos que son la esperanza para combatir el calentamiento global son bienes intensivos en el uso de metales, minerales y “tierras raras”. La lista de commodities que entran en la receta para producir la energía limpia del futuro incluye al aluminio, cobre, molibdeno, níquel, litio y muchos otros. Se trata de metales cuya extracción y procesamiento se realiza a gran escala (la llamada megaminería) y es fuertemente cuestionada por sus impactos ambientales, amen de que también su producción deja una huella de carbono no despreciable. El papel de la gran minería y los metales en la lucha contra el cambio climático recién está entrando en la agenda. El año pasado, el Banco Mundial publicó un primer estudio introductorio (“Minerals for Climate Action: The Mineral Intensity of the Clean Energy Transition”), en el que llama la atención sobre el hecho de que una acción climática ambiciosa resultará indefectiblemente en una multiplicación de la demanda de minerales.
¿De cuánto estamos hablando? En Estados Unidos, por ejemplo, el presidente Joe Biden anunció recientemente que su gobierno se propone convertir toda la flota de 620.000 vehículos federales a propulsión eléctrica. Solo para cumplir este objetivo en 2030, EE.UU. necesitaría multiplicar por 12 su producción de litio. Lo mismo ocurre con el cobre, un metal imprescindible en la generación de energía solar fotovoltaica. Los sistemas de generación renovables requieren entre cuatro y seis veces más cobre que los no renovables. Producir un mega watt de energía solar requiere 5,5 toneladas de cobre, según cálculos de la industria.
El cobre está presente naturalmente en la corteza terrestre y no corre ningún peligro de agotarse. Hay más de 800 millones de toneladas de reservas probadas y miles de millones de toneladas de recursos existentes, suficientes para abastecer al mundo durante varios siglos. El problema de la minería es más social y político que tecnológico. El estudio del Banco Mundial, por ejemplo, reconoce que el 70% de los proyectos mineros de las seis mayores empresas del mundo operan en regiones afectadas por la escasez de agua. Esto ha obligado a las empresas mineras a obtener una licencia social de las comunidades afectadas, lo que muchas veces ha demorado o cancelado importantes proyectos mineros.
A este cuadro se suma una nueva carrera entre las principales potencias por alcanzar la soberanía en el suministro de estas materias primas críticas para la revolución verde. El año pasado, la Unión Europea lanzó un plan para abastecerse localmente de minerales y terminar con su dependencia de China y Estados Unidos. Se elaboró una lista que actualmente contiene 30 materias primas (incluyendo litio, bauxita, níquel, cobalto, grafito y manganeso) que resultan cruciales para la economía del bloque y que son de uso difundido en una amplia gama de bienes y tecnologías. Para producir sus propias baterías eléctricas, la UE precisaría conseguir 18 veces más litio para 2030 y 60 veces más para 2050, calculan funcionarios europeos.
Pero la batalla más decisiva por el abastecimiento de materias primas cruciales se esta llevando a cabo en el abastecimiento de “tierras raras”, así llamadas no tanto porque sean escasas, sino porque se encuentran en forma de óxidos y llevan nombres sí bastante raros como escandio, itrio, lantano y cerio. Estos minerales tienen numerosos usos en alta tecnología y hasta ahora el mayor proveedor mundial ha sido China, que produce el 90% del total mundial. En Estados Unidos hay solo una mina de tierras raras en California, pero esta es explotada por una empresa china que envía el material extraído a su país para ser procesado. El abastecimiento de tierras raras ha sido uno de los ejes del enfrentamiento entre China y Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump y parece continuar en la nueva administración Biden.
En estos días, el teatro de operaciones de esta guerra por las tierras raras, se ha trasladado a Groenlandia. Esta isla, la más grande del mundo, es también el mayor reservorio mundial de tierras raras, según el Servicio Geológico de Estados Unidos. Allí, dos empresas mineras australianas, una financiada por EE.UU. y otra en parte propiedad de capitales chinos, se están disputando concesiones mineras. Los 56.000 habitantes de Groenlandia, un territorio autónomo dentro del reino de Dinamarca, están de acuerdo (y así votaron en un plebiscito en 2013) que la minería debe ser el futuro para el crecimiento de su economía de US$ 3.000 millones. Ahora el gobierno podría aprobar uno de los dos proyectos, los dos, o ninguno. Pero Estados Unidos tiene fuerte interés en el asunto para que China deje de ser un jugador dominante en el negocio de las tierras raras. Desde 1951, EE.UU. tiene una base militar en Groenlandia y expulsar a los chinos de allí le daría a Washington y la Unión Europea (Dinamarca se ocupa de la defensa y las relaciones exteriores de Groenlandia) la capacidad de recuperar el control sobre un recurso estratégico.
Ninguno de los dos proyectos es ambientalmente inocente. Ambos comprenden la extracción de grandes rocas para ser molidas localmente y separadas en concentrados por medio de procesos químicos, antes de ser enviadas para su procesamiento fuera de la isla, cuyos glaciares se están derritiendo a causa del calentamiento global. Uno de los productos más importantes que resultan de los proyectos es el neodimio, con el que se fabrican poderosos imanes que se utilizan en las turbinas eólicas. Es el lado oscuro (y polucionante) de la energía limpia.
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