La historia de los grandes diamantes empieza en la India. Hasta el descubrimiento de diamantes en Brasil, en 1725, de ahí provenían la mayoría de estas gemas. En los lechos de los ríos y minas del subcontinente se encontraron algunos de los más importantes: piedras de valor incalculable, capaces de llevar al poder y a la ruina a sus dueños.
Porque en la antigua India los brillantes no solo se consideraban un tesoro sino, también, talismanes. Objetos semidivinos, que habían estado en contacto con los dioses. De entre los grandes diamantes, ninguno es tan célebre como el Koh-i-Noor (Montaña de luz), en cuya larga y trepidante historia se mezclan el mito y la realidad.
Según la Enciclopedia Británica, hay referencias (“controvertidas”) a él en sánscrito y, “posiblemente”, también en textos mesopotámicos de 3000 a. C. Algunos historiadores, sin embargo, lo sitúan por primera vez en 1304, cuando el sultán Alaudín –el primer musulmán que gobernó la India– se lo arrebató al rajá de Malwa tras vencerlo en una batalla.
Sin embargo, como se documenta en el libro Koh-i-Noor (Bloomsbury, 2017), escrito por William Dalrymple y Anita Anand, la historia de este diamante, especialmente sus orígenes, fue embellecida –por no decir inventada– por un joven funcionario de la Compañía Británica de las Indias Orientales, Theo Metcalfe.
A mediados del siglo XIX, este redactó un informe sobre la gema antes de que fuera enviada a Inglaterra. Los datos de Metcalfe, poco rigurosos, han sobrevivido, motivo que ha llevado a Dalrymple y Anand a revisar la historia del Koh-i-Noor.
En el libro se asegura que la primera posible mención que se tiene del mismo data del siglo XVI, en el diario del príncipe Babur, fundador del Imperio mogol de la India. Tras derrotar al sultán de Delhi, en 1526, Babur menciona “un diamante extraordinario” que formaba parte del botín de guerra y que habría pertenecido al sultán Alaudín. “Se calcula que su valor equivale a dos días y medio de comida para todos los hombres del mundo”, escribió el futuro emperador.
A partir de ese momento, el gran diamante (que aún no tenía nombre) se vincula a los mogoles. Una dinastía poderosa y sofisticada, para la que las joyas eran un símbolo de poder. Los mogoles iban, literalmente, cubiertos de joyas y sentían especial querencia por las piedras rojas: zafiros y espinelas.
No desdeñaban, sin embargo, los diamantes y, por ello, el Koh-i-Noor se convirtió en parte fundamental del mueble más caro jamás elaborado: el Trono del Pavo Real, que en 1628 mandó construir Shah Jahan, el quinto emperador mogol y artífice del Taj Mahal. El trono, en oro y con un baldaquino, estaba tachonado de gemas y perlas, y el Koh-i-Noor relucía sobre uno de los dos pavos reales que lo coronaban. Lo acompañaba el rubí Timur, otra de las grandes gemas de los mogoles.
Ahí permaneció hasta que, en 1738, otro rey guerrero, Nader Shah, el Napoleón persa, decidió invadir la India para hacerse con el tesoro mogol. Sus métodos fueron tan efectivos como despiadados y se saldaron con el saqueo de Delhi y de las arcas reales. Nader retornó triunfante a Persia con el trono del pavo real, el Koh-i-Noor, bautizado precisamente por Nader, y el rubí Timur.
También cargaba con otro importante diamante mogol: el Darya-i-Noor, o Mar de luz. De un delicado rosa pálido y con un peso de 186 quilates, procedía de las ricas minas de Golconda, en la India. Considerado el diamante rosa más grande del mundo, sigue siendo la joya más importante del tesoro de la Corona iraní. El último sah, Reza Pahlevi, llegó a lucirlo en su gorra militar.
El Darya-i-Noor se conserva en el Banco Nacional de Teherán. Nunca salió de Persia, a diferencia del Koh-i-Noor, que todavía daría algunas vueltas hasta llegar a su destino actual: la Torre de Londres, donde se exhibe con las joyas de la Corona británica.
Tras la caída de Nader Shah en Persia, el diamante viajó –junto al rubí Timur– hasta el actual Afganistán. Lo hizo gracias a un fiel general del sah, Ahmad Khan Abdali, a quien se le confiaron las gemas. Aquel tesoro le ayudó a fundar la dinastía Durrani, el segundo imperio musulmán más importante del momento tras el otomano. En sus batallas, lucía las piedras preciosas en sendos brazaletes; le conferían un aura de divinidad.
Como tantos dueños del Koh-i-Noor, la vida de Ahmad Khan Abdali fue trágica. Murió en 1772, devorado por una horrenda enfermedad de la piel. En 1800, el diamante pasó a manos de un guerrero sij, el reverenciado maharajá Ranjit Singh, conocido como “el León” y fundador del reino del Punyab.
Pero tanto el reino como el diamante que allí se custodiaba eran codiciados por los británicos, en plena expansión por la India. En consecuencia, después de una serie de batallas, complots y asesinatos, en 1848 obligaron al último descendiente vivo del León del Punyab, el maharajá niño Duleep Singh, a rendir su reino y ceder a la reina Victoria “el objeto más valioso no solo del Punyab, sino de todo el subcontinente: el Koh-i-Noor”, según Dalrymple y Anand.
El Koh-i-Noor no fue el único gran diamante mogol que llegó a manos reales en Europa. Lo mismo le sucedió a otra piedra fascinante, el Orlov, que desapareció tras el saqueo de Delhi por parte de Nader Shah.
Los orígenes del Orlov también se mezclan con los mitos (se decía que adornaba el ojo de una diosa), pero su primer registro histórico lo encontramos en 1665, de la mano del francés Jean-Baptiste Tavernier, un comerciante y aventurero enviado por el rey Luis XIV a la India para proveerle de piedras preciosas.
Tavernier fue uno de los pocos occidentales que tuvo acceso a la cámara del tesoro de los mogoles. Allí, atendido por el tesorero real y cuatro eunucos guardianes, le fueron mostradas algunas de las joyas más importantes. Entre ellas, destacaba un diamante enorme, conocido como “Gran Mogol”, que los expertos identifican como el Orlov.
Se conserva en el Museo del Kremlin, junto a las joyas de la Corona rusa. Llegó hasta allí gracias al conde Grigori Orlov, amante y aliado político de Catalina la Grande. El noble pagó una fortuna por él. Confiaba en que aquel regalo le reconciliara con la emperatriz, ya cansada de sus encantos. Catalina aceptó de buen grado el presente y lo engarzó en su cetro real, pero mantuvo alejado de la corte a Orlov. Este se había endeudado enormemente con la compra del diamante y murió, pobre y enloquecido, en un manicomio ruso, en 1783.
Lee también
Los grandes diamantes han dejado una estela de desgracias a su paso. No se libró de ellas otra gran gema india, el Tavernier azul, o Hope, que Jean-Baptiste Tavernier vendió a Luis XIV de Francia en 1668. También procedente de Golconda, se desconoce cómo llegó al célebre marchante. Lo que sí es seguro es que su color era muy inusual –Tavernier lo describió como “d’un beau violet”– y que pesaba más de cien quilates.
En la corte de Luis XIV la piedra fue engarzada en un colgante que el Rey Sol lucía para las grandes ocasiones. Luis XV la volvió a retocar, convirtiéndola en una pieza para el ceremonial de la orden del Toisón de Oro. Sus sucesores, Luis XVI y María Antonieta, fueron los últimos reyes franceses en poseer el brillante azul, que desapareció de las arcas reales durante la Revolución Francesa.
La historia del Tavernier azul se convierte, entonces, en un carrusel de propietarios, que la adquieren por una cantidad enorme, se arruinan y lo venden. Entre ellos, el rey Jorge IV de Inglaterra, cuyos descendientes lo vendieron discretamente tras su muerte, en 1830. Su siguiente dueño conocido fue el rico coleccionista Henry Philip Hope, de quien tomó su nombre.
Su última propietaria privada fue la millonaria norteamericana Evalyn Walsh, que lo compró en 1910. El Hope pasó a formar parte de su valiosa colección de joyas, que se subastó en 1949. Hoy se exhibe en el Museo Smithsonian, en Washington.
Evalyn Walsh no fue la única millonaria americana loca por los diamantes. Cuando, en los años treinta del pasado siglo, el departamento de marketing de la poderosa De Beers inventó la tradición del anillo de compromiso, la fiebre por los brillantes se apoderó de América. Y las ricas herederas competían por tener los mejores.
Nadie pudo, sin embargo, emular a Barbara Hutton, coleccionista compulsiva y poseedora del Pasha: un diamante de casi cuarenta quilates, ligeramente octogonal, considerada la mejor joya del tesoro real egipcio. Pero a la millonaria no le gustaba su forma, y mandó que volvieran a tallarlo y lo montaran en una espectacular sortija que lució hasta su muerte, en 1979.
Por su rareza, los diamantes con color también han sido muy codiciados a lo largo de la historia. Pero ninguno como el Florentino, una fabulosa piedra amarilla, también de origen indio. Su historia está, asimismo, trufada de leyendas, como, por ejemplo, que perteneció a Carlos, el duque-guerrero de Borgoña (1433-1477), que la habría perdido durante una batalla, donde la lucía como amuleto.
Sin embargo, sus orígenes europeos se remontan a la presencia portuguesa en Goa. De allí, el diamante viajó a Europa, donde Fernando de Medici lo adquirió a través de los jesuitas de Roma. Su presencia en la corte florentina fue confirmada por Jean-Baptiste Tavernier en 1657. El marchante lo dibujó, destacando que, con 137 quilates, era el diamante más grande de Europa.
En 1743 el Florentino pasó a ser propiedad de la emperatriz María Teresa de Austria a través de su esposo, Francisco I, emperador del Sacro Imperio Germánico y gran duque de Toscana. La piedra formaba parte del tesoro real, pero, tras la Primera Guerra Mundial y el colapso del Imperio, los Habsburgo la llevaron al exilio en Suiza. Ahí se perdió su pista, lo que lo convirtió en emblema de una subcategoría dentro de los grandes diamantes: la de los grandes diamantes perdidos.
Perdido estuvo durante décadas el Jacob, otro diamante con color que, pese a su origen sudafricano, acabó formando parte del tesoro de los nizams de Hyderabad, en la India. Los nizams, emblema de la aristocracia musulmana y cuyos ancestros habían servido a los mogoles, también tenían una pasión desmedida por las joyas.
El Jacob era un diamante azul, de 184 quilates, que llegó a la corte en 1891, a través del marchante Alexander Malcolm Jacob. Su compra provocó un conflicto con el sexto nizam, Mahbub Ali Khan, que quiso retractarse de la misma. El caso casi acabó en los tribunales, y Ali Khan no tuvo más remedio que cerrar el trato.
Pero sintió aversión por el diamante, y para no verlo, lo metió en una zapatilla, o –según la fuente consultada– un calcetín. Allí lo encontró su hijo, Mir Osman Ali Khan, después de la muerte de su progenitor, en 1911. Hoy el Jacob forma parte de la que se considera la colección de joyería más importante del mundo: la de los nizams de Hyderabad, que el gobierno indio adquirió en 1995.
Los diamantes siempre han estado vinculados a la aristocracia. Por ello, tiene sentido que las divas de Hollywood, las reinas del siglo XX, también los atesoraran. Entre ellas, destaca Elizabeth Taylor, dueña del Taylor-Burton, un gran diamante con forma de lágrima, encontrado en la riquísima mina Cullinan de Sudáfrica, en 1966.
De 69,42 quilates, fue un regalo de su marido, Richard Burton. Taylor lució la joya como solo podía hacerlo ella, aunque la vendió tras divorciarse de Burton por segunda vez. Parte del dinero se destinó a construir un hospital en Botsuana.
Crédito: Enlace fuente